INMORTAL
Dedicado a mi familia
Como una peonza vi que el coche daba vueltas girando sobre sí mismo, dando tumbos, como si de un remolino se tratase. Huracanados cogí la mano de mi hermano.
Llevaba por lo menos cuatro años sin poder estrecharle. Sus dedos, su cara y su cuerpo ya no rebozaban la misma vitalidad. Aún recuerdo su risa juguetona, con algunos dientes de menos en la boca. Pequeño y desprotegido, siempre con esa vocecita. Sí, llevábamos al menos cuatro años sin poder vernos, tocarnos o contarnos lo mucho o poco que había acontecido. El temblaba a mi lado, le apreté sus frágiles manos tratando de decirle que estaba con él. Le miré a los ojos y por esos ojitos grandes y negros poblados de arrugas, salió una sola lágrima. Todo lo que vino después fue la negrura y en mi memoria solamente cabía su angustiosa mirada.
2.30 A.M. Lo sabía porque de la pared color verde colgaba un reloj que alguien creyó necesario; como si el tiempo en ese instante valiera algo más la vida en sí misma, como si fuera realmente una necesidad absoluta saber si era de día o de noche. Desperté con algo de sed. Por las luces blancas fluorescentes, me di cuenta que estaba en un hospital. Hice el gesto de mirar a mí alrededor, y me percaté de que tenía muchos tubos enganchados a mi cuerpo, así como una máquina que perezosamente seguía los latidos de mi corazón. Comencé a notar dolor en el cuerpo y sabía, por la dificultad con la que respiraba, que tenía una mascarilla puesta. Intenté moverme o al menos hacer ver que había despertado, pero el dolor de los huesos me nublaba la visión. Por el sonido que empezó a emitir la máquina, supuse que mi corazón ya no estaba para tantos trotes.
Una enfermera veloz, bajita y algo rechonchona se acercó con paso corto pero seguro. Veía algo nubloso, pero lo suficientemente bien como para notar que llevaba el pelo recogido en un moño algo alborotado. ¿Se debería a caso a los interminables turnos que hacía?
Se acercó y acto seguido me preguntó como estaba. Su voz era grave y tosca. Su nombre era Anna, y me lo deletreó con suma claridad para que lo entendiera. Cerré los ojos nuevamente e intenté acompasar mis respiraciones. Los labios hicieron el esfuerzo de esbozar una leve sonrisa. De repente la enfermera me cogió de las manos intentando ayudarme a conseguir el objetivo de calmarme. Entonces, lo pude recordar. Yo no iba sola aquel día. Allí faltaba mi “Atreyu Quiquiño”, como le decía mi papá. Se me hizo un nudo en la garganta y los ojos me escocían de emoción. Levanté la mano haciendo el amago de quitarme la mascarilla, pero Anna negó con la cabeza y frunció el ceño en tono de reprimenda.
Me dejó sola lo que para mí, más que horas, fueron días completos. El sol había salido y no parecía que fuera a llover. De vez en cuando el personal del hospital venía a vigilarme pues los nervios me tenían atacada, ya que nadie me decía nada. En la adolescencia, la única dolencia de la que padecía por culpa del estrés era el acné, ahora de mayor; y por no decir vieja, la circulación era el verdadero problema.
Mi hija entró por la puerta, su rostro denotaba cierta tensión y expresión triste. Sus ojos brillaban. Vi que vestía de negro y llevaba el broche que su padre le había regalado no hace mucho, poco antes de morir. Se quedó parada en la puerta, como cuando era pequeña, ladeó la cabeza y la apoyó contra el marco de la puerta. Las lágrimas, lejos de contenerse, asomaron y cayeron con avidez. Se giró para que no la viera. Hizo señas a alguien que no vi, o a lo mejor era la estrategia para ahuyentar el dolor. Se decidió por fin a sentarse a mi lado, pero prefirió no quedarse tan incómoda y se recostó. Me abrazó cálidamente, ahora ella era la que cuidaba de mí y yo la niña indefensa que necesitaba ser cuidada. Nos quedamos las dos dormidas.
Horas después, aunque seguía sin encontrarme bien, ya no llevaba la mascarilla de oxígeno para respirar. Mi niña me sonrió, y con la poca fuerza que tenía le pregunté por mi hermano. Ella torció el gesto, se acongojó y en medio de tartamudeos me confirmó lo que venía sospechando. Mi hermano pequeño, mi “dientitos”, no había salido con vida del amasijo de hierros que quedo por coche. Ya no podría contarle las nuevas amistades que había hecho en el club social, ni que había perfeccionado mi bizcocho de plátano y manzana que tanto le gustaba.
Mi hija me miró preocupada, yo no podía sollozar, ni llorar, ni gritar; no me salía nada. Primero había perdido a mis padres, mi abejita bailarina y mi fuerte ogro salvador; luego el más pequeño de los tres, haciendo sus malabares con el monopatín, hacía muchos años ya, nos había abandonado en este mundo aciago. Hace un mes, mi marido, la persona con la que podía ser realmente yo misma y a quien amaba locamente después de tantos años juntos. Mi única hija vivía ensimismada en su mundo y con sus cosas, y como odiaba ser una carga para sus planes apenas la veía. Me había quedado en este mundo sola y ya no había mucho más que me atara a esta vida.
Al contrario de entrarme pánico o desesperación por la muerte, comprendí que ya no pertenecía a ese sitio o a ese momento. Mi corazón hacía ya mucho que con el primer infarto lo sabía, pero yo me resistía a creer que era verdad.
Me incorporé lentamente en la cama y con calma le pedí papel y bolígrafo para poder escribir. Sentía que en ese momento era lo único que podía hacer. Me trajo a los pocos minutos, además de mis gafas, todo lo que le había pedido y me dijo que se iría a desayunar. Nerviosa, pero firmemente decidida, empecé a describir sin lugar a duda; lo que para mí fueron mis últimas líneas como escritora.
Así pues comencé:
“Este papel, la tinta y la pluma me conceden las palabras que escasamente puedo pronunciar. Ya casi no oigo, y necesito gafas con un aumento considerable para poder expresar mis últimos pensamientos.
Parece irónico y hasta capcioso, que ahora al final de mi vida, pueda recordarla como el discurrir de un río. Tan pronto se me antoja que puede ser calmo y lleno de paz, que con una vuelta de tuerca me doy cuenta que se vuelve abrupta y sinuosa.
Otras se convierte en un remanso de paz, con un ligero vaivén que parece conservar la tranquilidad y de repente se precipita a lo que es un largo vacío conocido como cascada.
Y sí, ves la vida pasar como un cortometraje, con partes que se repiten, como si de un disco rayado se tratase. Que ilógico que cuanto más lo intento, más empieza a costarme retroceder en el tiempo y acordarme de lo que fue este complicado y excitante camino.
Cerraré los ojos, intentaré concentrar todo mi ser, ya que las arrugas que pueblan mi sien, delatan que ni mi memoria ni mis fuerzas son las mismas que hace ochenta años atrás. No puedo describir cómo eran mis años anteriores, es imposible traerlos a la memoria. Tal como lo hace un río, nace o bien de un manantial que se une con los glaciales, o de la lluvia que acaricia las montañas. De una unión mágica e incluso con su explicación científica, un río nace, pero difícilmente nos acordamos de cuando fue eso.
Lo siguiente se asemejan a los años ocultos en mi memoria, transcurre con fuerza y rapidez, ávidos de un recorrido largo donde se puede visualizar perfectamente la llegada, hasta un punto, donde las aguas se unen, los afluentes se acercan y bailan entre las rocas, juguetean con los peces y las plantas, se estremecen y se conocen entre ellos.
A lo largo del camino como en lo que ha sido mi vida, te vas familiarizando con los sitios por los que pasas. Conoces a muchas personas y compartes con ellas largas charlas, que algunas veces se convierten en amistad y otras son solo un bonito pasatiempo. Pero en todo caso, en los diferentes lugares y personas, así como el agua roza y erosiona las piedras y el lecho del río; así mismo, todo lo que vivimos, donde lo vivimos y como lo vivimos, nos deja huella.
Mis marcas, lejos de ser pequeñas, son grandes y profundas. He conocido de primera mano lo que es el amor y el desamor, la mentira, el engaño, la verdadera amistad, la confianza, el respeto, la fidelidad y hasta incluso la infidelidad. Cada una de estos sentimientos han sabido pintar colores diversos en mi alma y han forjado la persona en la que me he convertido. Pero lo que más hondo me ha calado, no ha sido todo lo anterior, si no las personas de las que lo he aprendido. Mi familia. Ellos me han enseñado a valorar la vida, a enojarme y ser terca, pero también a seguir mis sueños contra el viento y la marea, igual que un río.
Y al final de este largo descenso, cuando las fuerzas ya no acompañan, y como si de un río se tratase, abrazas sin lugar a duda el final con armonía y paz, y te unes a ese mar inmenso, porque las olas ya no son lo suficientemente grandes como para dar miedo, porque el mar ya no es tan salado como parecía, y porque la profundidad de estas azules aguas ya no son tenebrosas; ahora comportan un mundo inimaginable por explorar. Como el desembocar del río en el mar, la vida acaba abrazando la muerte.
Mamá, papá, mi cachorro, mi “payasate”, mi “Atreyu Quiquiño”, pronto seré otra ola en el mar.”
- ¿Mamá? ¿Cómo te encuentras?
- Bien cariño, ahora estoy mucho más aliviada.
- Me alegro, ya verás como todo saldrá bien.
- Lo sé, pero tienes que hacerme un favor muy grande tesoro. – Doble con dificultad la carta frente a su atenta mirada. – Déjale esto a tu tío esta tarde. –
Respiraba entrecortadamente. Le entregué la carta que con escasas fuerzas había podido escribir. Ella parecía no comprender, se quedó estupefacta, y me replicó con mucha ternura.
- Mamá, el tío no podrá leerla. ¿Para qué quieres que deje esto en su tumba?
- Cuando eras niña, siempre me decías que cuando la gente moría se iba al cielo con las cosas que más le gustaban; sus peluches, su yoyo y no sé cuantas cosas más. ¿Te acuerdas?
- Sí. – Se rió suavemente- Pero me reñías por ser tan inocente… que espabilara me dijiste.
- Es verdad, pero también decías que mi problema era que hacía mucho había dejado de soñar, y no te equivocabas. Quién sabe, quizás las personas si podemos llevarnos aquello que nos une al mundo.
- Pero mami.- me dijo dulcemente y me retiró un mechón de pelo de la cara- Esto nunca fue del tío, ¿no crees que eso es una gran diferencia?
- Puede, pero mis lágrimas van en ella, mi alma está volcada en este trozo de papel, y créeme, él siempre estaba ahí para ayudarme a secarme las lágrimas. Por ello quizás una carta también pueda llegar al cielo.
Mi preciosa flor me abrazó fuertemente, no sin antes guardar la carta en el bolso. Volvió a cogerme entre sus brazos, y entonces, me di cuenta que la pared color verde ya no era de yeso, si no que era un gran prado. Olía a hierba fresca y un puente atravesaba el paso del agua. Los pájaros aleteaban como ensimismados por los tejados de lo que parecía una preciosa cabaña de color del pino. Las flores de colores diversos rodeaban el agua cristalina, y a la orilla, mi hermano pequeño chapoteaba. Mi madre con su incansable caballete pintaba vivazmente lo que tenía a su alrededor; mi padre reía a carcajadas y de pie junto a él, mientras hacían carne a la brasa, mi marido hacía monerías. Aún podía sentir el tacto de mi hija, pero no era tan cercano y tan caliente como antes. Ya no oía, ni veía a través de mis ojos. Sentía como el hilo que me ataba a mi cuerpo se desprendía lentamente. Me vi ligeramente transportada, separada de mi cuerpo, y así vi que este perdía su color. No podía llorar, y tampoco sentía tristeza o alivio, era más que eso. Era la confirmación de tantos años de espera y de anhelar volver a verles.
De pie a mi lado mi hermano del medio, que ese día había dejado atrás la vida física, me sonreía y ahora él me cogió de la mano para que juntos pudiéramos cruzar aquel puente de piedra y llegar hasta la orilla donde nuestra familia se encontraba.
Hasta entonces no me había percatado que mucha gente que conocía y quería, también estaba por allí, todos con una sonrisa, nos miraron y nos llamaron agitando las manos. Me detuve en seco, y giré la cabeza para mirar atrás. Mi niña lloraba y me llamaba, pero yo era incapaz de responder, quise consolarla, quedarme por ella, pero entonces al volver la vista al frente, comprendí que algún día todas esas lágrimas derramadas ya no significarían más que agua pasada. Corrí hacia ella antes de irme para siempre, y le di un beso en la frente. Noté que se asustaba y solo pronunció las siguientes palabras: “¿Mamá?”. Después de aquello esbozó una sonrisa, busco la carta dentro del bolso, y ya no estaba. Removió todo lo que había por allí, se paró en seco, me miró, se rió, y me dijo: “Al final tenías razón, las cartas también van al cielo”.
Parece ilógico e increíble, que aún estando aquí en esta nueva realidad, que sea la muerte la que le dé sentido completo a la vida; y que sea justamente aquí donde tenía que haber estado siempre, viviendo la verdadera existencia para la que uno ha nacido, la vida eterna. Ahora comprendo el verdadero sentido de la inmortalidad.
Hada.
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